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Un homenaje a lxs trabajadorxs del hogar y el mantenimiento desde prácticas artísticas, el cine, la literatura...








Balún Canán

Rosario Castellanos
Libro
México
1957
Balún-Canán (“Nueve estrellas”) es el nombre que según la tradición dieron los antiguos mayas al sitio donde hoy se encuentra Comitán, en el estado de Chiapas. Esta población, de rancio sabor colonial y acusada personalidad, ha sido testigo de hondas diferencias raciales. La autora aprovecha esos hechos para referir, de acuerdo con sus experiencias personales, multitud de episodios cotidianos. 
En Balún-Canán se elaboran literariamente la vida, las costumbres y los puntos de vista del blanco y del indio, vistos como los actores principales de un drama que tiene lugar en el México de los años cincuenta.

[FCE: https://www.fcede.es/site/es/libros/detalles.aspx?id_libro=686>]


Balún Canán, la mirada atenta de una empleadora

Balún Canán de Rosario Castellanos, es una novela que de forma casi autobiografía narra las relaciones entre los hacendados y los indígenas en la región de Comitán en Chiapas, sur de México. 

Es un gran ejemplo de como Rosario Castellanos a lo largo de toda su obra refleja su relación con la otredad, en particular entendida como la relación entre hombres y mujeres y entre gente blanca y pueblos originarios. 

La historia transcurre en los años 30, cuando Lázaro Cárdenas es presidente y decide implementar la reforma agraria y la reforma educativa. Lo que vemos es cómo la llegada de esta nueva ideología y forma de gobierno pone en tensión las relaciones de opresión entre los hacendados y los trabajadores indígenas, en particular en el rancho de Chactajal, propiedad del César Argüello.

Uno de los indígenas, Felipe, es el encargado de organizar a sus compañeros. Él tuvo la oportunidad de conocer a Cárdenas en un viaje a Tapachula y a su regreso le dice a sus compañeros que por Ley tienen derecho a que los hijxs de todxs lxs trabajadorxs del rancho reciban educación en una escuela laica. (Castellanos 44) 

La novela se organiza en tres partes, la primera y la última son narradas desde el punto de vista de la hija de César y Zoraida Argüello, que aunque no tiene nombre, sabemos que retrata a la autora. Desde su mirada nos acercamos a las relaciones familiares al interior de su casa en Comitán de Domínguez, y en particular la relación con su nana, que tampoco tiene nombre pero que en la visa real se llamaba Rufina. En la segunda parte, que comprende el viaje y estadía de la familia en Chactajal hasta que los campesinos se sublevan y tienen que huir, es narrado desde un punto de vista omnisciente.

Castellanos esquematiza, poco apoco, escena por escena, la jerarquización en la sociedad chiapaneca, y en particular la diferencia entre los "indios" y los blancos. Narra un universo en que el sistema de la servidumbre impuesta por la colonización y las posteriores reglas de la Nueva España, siguen vigentes en pleno SXX aún después de la revolución mexicana. Un capítulo es especialmente bueno para mostrar esta organización: Capítulo X de la parte II.

En este episodio, se describe como se bañaban en el río todos los días Zoraida y sus hijos, guiados por un kerem (niño indígena) que llevaba a una mula vieja (con Zoraida), luego dos burritos pequeños (con cada uno de los niños), detrás una "india" caminado y llevando un cesto de camisones y jabones en la cabeza y al final Matilde –una prima de César que está de visita o exilio en el rancho de Chactajal- porque no pertenece propiamente a la familia nuclear. Al llegar al río, y casi al finalizar su baño, llegan entre 6 y 7 "indios" jóvenes a querer bañarse y Matilde le dice a Zoraida:

— ¡Dios mío! Y nos van a encontrar así. Termina de vestirte pronto y vámonos.
— No te muevas, Matilde. Aprende a darte tu lugar. Sean quienes sean los que vienen tendrán que esperar. Saben que nadie tiene derecho a coger agua del río ni a bañarse mientras los patrones están aquí. (Castellanos 147)

Zoraida representa al mundo del latifundio que ha comenzado a derrumbarse; los jóvenes, a los indígenas que ya no están dispuestos a ser la servidumbre como la "india" y el "kerem" que forman parte de la procesión. Los jóvenes no se detienen como Zoraida asume que sucederá, primero uno baja a la playa del río y comienza a desvestirse, los otros lo alcanzan y hacen lo mismo. La familia después de una parálisis momentánea reacciona y se alejan del río. Cuando ya están lejos, antes de avanzar Zoraida insiste en escuchar su conversación:

Zoraida se detuvo.
—¿Qué dicen? —preguntó.
—Quien sabe. Están hablando en su lengua.
—No. Fíjate bien. Es una palabra en español.
—Qué nos importa, Zoraida. Vámonos. Mira hasta dónde van ya los niños.
Zoraida se desprendió con violencia de las manos de Matilde.
—Regresa tú si quieres.
Matilde bajó las manos con un gesto de resignación. Zoraida había desandado el camino para oír mejor.
—¿Ya entendiste lo que están gritando?
La intensidad de la atención le crispaba los músculos de la cara. Matilde hizo un ademán de negación y de indiferencia.
—Gritan "camarada". Oye. Y lo gritan en español. (Castellanos 148-149)

En la escena se puede esquematizar a tres grupos, los "indios" que son la indígena que lleva la ropa y el karem, los "patrones" que son Zoraida, los niños y Matilde, y los "camaradas" que son indígenas que ya no están dispuestos a seguir las reglas que hasta ese momento eran vigentes. 

Rosario Castellanos retrata sin un criticismo aparente a la sociedad de su infancia. Reproduce los términos discriminatorios que escuchaba, los maltratos, las costumbres y la moral de la época, pero en el momento de su fin. Me recuerda a una de las consignas zapatistas durante la marcha del silencio que organizaron en varias ciudades de Chiapas en diciembre de 2012: "¿Escucharon? Es el sonido de su mundo derrumbándose. Es el del nuestro resurgiendo".

La primera y la tercera parte son en donde podemos seguir a detalle la relación entre la familia y las trabajadoras del hogar, y en particular entre "la niña" y la "nana". En una reseña que encontré por ahí apuntaban muy acertadamente que Castellanos jerarquiza también através del uso de los nombres: los hombres blancos o ladinos, propietarios latifundistas tienen nombre y apellido como su padre César Argüello, debajo están otros hombres como su sobrino bastardo Ernesto, si apellido, o su hijo Mario, luego las mujeres blancas también solamente con nombre de pila como su esposa Zoraida, Matilde, Nati, Romelia, etc.; al final, están los trabajadores, que nunca son llamados así, sino en general "indios" y "la niña" y la "nana" que nunca tienen nombre propio. 

Esta regla no es generalizada, pero sí delinea como en la primera y en la última parte, desde el punto de vista de "la niña", la historia transcurre lejos de la vista del patriarca; o sirve para entender en la segunda parte porque Felipe, que es el "indio" que organiza a sus camaradas y rompe con el estado de las cosas, si tiene nombre y apellido. 

Para la niña, la conexión emocional con el mundo ocurre a través de su nana, y cuando la familia se va al rancho y deciden que la nana se queda, la voz de la niña desaparece y su presencia se torna secundaria. En la tercera parte, cuando regresan a Comitán, es la nana la que le anuncia a Zoraida que los brujos de Chactajal han decidido tomar la vida de Mario para terminar con la dinastía de los Argüello. Frente a esta noticia Zoraida le dice a la nana que nunca la ha querido y la despide, y entonces llegan como nuevas nanas de la niña y de Mario, Vicenta y Rosalía, lo cual conducirá al final de la historia en que Mario finalmente muere (por una apendicitis o por brujería) y los Argüello pierden su propiedad abriendo paso a la era de El Ejido. 

Sobre el papel de quienes ahora enmarcamos como trabajadoras del hogar también hay mucho que decir. Son personajes en conflicto, que a veces continúan soportando la normalidad de los patrones, diagramando la dialéctica del amo y del esclavo, pero en la mayoría de las ocasiones, se resisten. Enumero unas pocas muestras:

El comienzo de la novela, que es contundente:

—...Y entonces, coléricos, nos desposeyeron, nos arrebataron lo que habíamos atesorado: la palabra, que es el arca de la memoria. Desde aquellos días arden y se consumen con el leño en la hoguera. Sube el humo en el viento y se deshace. Queda la ceniza sin rostro. Para que puedas venir tú y el que es menor que tú y les baste un soplo, solamente un soplo...
—No me cuentes ese cuento, nana.
—¿Acaso hablaba contigo? ¿Acaso se habla con los granos de anís? (Castellanos 9)

o esta reflexión de la narradora:

—¿Sabe mi nana que la odio cuando me peina? No lo sabe. No sabe nada. Es india, está descalza y no usa ninguna ropa debajo de la tela azul del tzec. No le da vergüenza. Dice que la tierra no tiene ojos. (Castellanos 10)

Ellas son las personajes más cercanas una de otra en la novela, y aun así sus visiones del mundo son opuestas. La niña no alcanza a dimensionar que el mundo en el que nació está desapareciendo. Y al contrario, Rosario Castellanos lo sabe con las lecciones que da el tiempo y lo escribe a cuenta gotas.

—Son cosas de los brujos, niña. Se lo comen todo. Las cosechas, la paz de las familias, la salud de las gentes. 
He encontrado un cesto de huevos. Los pecosos son de guajolote.
—Mira lo que me están haciendo a mí.
Y alzándose el tzec, la nana me muestra una llaga rosada, tierna, que le desfigura la rodilla.
Yo la miro con los ojos grandes de sorpresa.
—No digas nada, niña. Me vine de Chactajal para que no me siguieran. Pero su maleficio alcanza lejos. 
—¿Por qué te hacen daño?
—Porque he sido crianza de tu casa. Porque quiero a tus padres y a Mario y a ti.
—¿Es malo querernos?
—Es malo querer a los que mandan, a los que poseen. Así dice la ley. (Castellanos 15-16)

Un par de citas más y me detengo. La primera es de Zoraida, que de alguna forma en la novela se convierte es una de las voceras más presentes de los latifundistas. Cumple con el retrato de que el hombre (César) es más callado, pero de armas tomar, mientras que Zoraida le contesta a Don Jaime Rovelo, otro latifundista, que dice:

—Mi hijo opina que la ley es razonable y necesaria; que Cárdenas es un presidente justo.
Mi madre se sobresalta y dice con apasionamiento:
—¿Justo? ¿Cuando pisotea nuestros derechos, cuando nos arrebata nuestras propiedades? Y para dárselas ¿a quiénes?, a los indios. Es que no los conoce; es que nunca se ha acercado a ellos ni ha sentido cómo apestan a suciedad y a trago. Es que nunca les ha hecho un favor para que le devolvieran ingratitud. No les ha encargado una tarea para que mida su haraganería. ¡Y son tan hipócritas, y tan solapados y tan falsos! 
—Zoraida —dice mi padre, reconviniéndola.
—Es verdad —grita ella—. Y yo hubiera preferido mil veces no nacer nunca antes que haber nacido entre esta raza de víboras. (Castellanos 45)

Finalmente, un retrato más de la nana de la niña, hecho por Zoraida:

—¿Quién está ahí?
De un rincón sale la voz de mi nana y luego su figura.
—Soy yo, señora.
Mi madre suspira, aliviada.
—Me asustaste. Esa manía que tiene tu raza de caminar sin hacer ruido, de acechar, de aparecerse donde menos se espera. ¿Por qué viniste? No te llamé.
Sin esperar respuesta, pues ha cesado de prestarle atención, mi madre vuelve a mirarse en el espejo, a marcar ese pequeño pliegue del cuello del vestido, a sacudirse la mota de polvo que llegó a posársele sobre el hombro. Mi nana la mira y conforme la mira va dando cabida en ella aún sollozo que bisa salir, como el agua que rompe las piedras que la cercan. Mi madre la escucha y abandona su contemplación, irritada.
—¡Dios me dé paciencia! ¿Por qué lloras?
La nana no responde, pero el sollozo sigue hinchándose en su garganta, lastimándola.
—¿Estás enferma? ¿Te duele algo?
No, a mi madre no le simpatiza esta mujer. Basta con que sea india. Durante los años de su convivencia mi madre ha procurado hablar con ella lo menos posible; pasa a su lado como pasaría junto a un charco, remangándose la falda. (Castellanos 224-225)

Zoraida encarna las contradicciones que se asientan en el se centro de la exploración de las trabajadoras del hogar. Cuando describe su impaciencia por la discreción de la nana, en realidad describe lo que se le pide a toda trabajadora del hogar, que realice su trabajo de forma invisible, pero al mismo tiempo esa invisibilidad la exaspera. Esa doble petición imposibilita la satisfacción de un trabajo bien hecho y, por tanto, la posibilidad de un trabajo con derechos. Si la nana nunca va a lograr cumplir con las expectativas de Zoraida, entonces Zoraida no tendría por qué imaginar una situación más digna para ella. 

[Spoiler alert]

La niña y narradora, tiene un acercamiento distinto en especial a su primera nana y luego a Vicenta y Rosalía. Las mira con cariño, a veces con admiración o con complicidad. A su nana le trae unas piedritas que estuvo juntando durante su estancia en Chactajal. Aún así, después de que su madre la ha corrido, pasa el tiempo y también su hermano Mario muere, ella intenta buscar a su nana, cree verla a la distancia en la calle, en la acera de enfrente, cuando vienen de regreso del cementerio y cuando se acerca a esta persona, se da cuenta que no es ella: "Nunca, aunque yo la encuentre, podré reconocer a mi nana. Hace tanto tiempo que nos separaron. Además, todos los indios tienen la misma cara". (Castellanos 285)

Me atrevería a decir, más allá de un necesario análisis de la aparición de las distintas trabajadoras del hogar en la obra de Rosario Castellanos, que esta frase casi al final de Balún Canán marca la relación de la escritora con las trabajadoras de su vida: interesada siempre en entenderlas, pero desde el otro lado de un barranco enorme que se abre cuando no puede abandonar su mirada de empleadora.